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Después de la tormenta hablamos de resiliencia

Sin duda, las fuertes lluvias experimentadas recientemente en la zona centro-sur han sido el principal evento climático extremo que ha afectado al país durante 2023. Esta tragedia ha generado efectos devastadores en términos económicos y ambientales en las comunas afectadas. Infraestructura pública como puentes, calles y carreteras sufrió daños importantes, afectando, en algunos casos, la prestación de servicios básicos de agua potable y gas, a la vez que se esperan efectos negativos en la agricultura y otros sectores económicos. Si bien estos eventos son atribuibles al fenómeno de El Niño/La Niña – Oscilación del Sur (ENOS), el Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés) indica que es probable que los efectos de estos fenómenos extremos se tornen aún más graves -en términos de frecuencia e intensidad-, en respuesta al calentamiento global.

Pese a los avances en materia de adaptación y mitigación del cambio climático, lo sucedido ha puesto en evidencia la necesidad de contar con instrumentos de política ambiental que disminuyan nuestra vulnerabilidad ante eventos de este tipo. ¿Es posible ser resilientes a los escenarios climáticos futuros? ¿Cuáles son las dimensiones que podrían favorecer este proceso? La evidencia internacional sugiere que es posible promover la resiliencia, lo que requiere priorizar ciertos lineamientos en nuestros planes de desarrollo.

Existen dos tipos de resiliencia relevantes para este contexto. En primer lugar, la resiliencia climática, definida como “la capacidad social, económica y de los ecosistemas para hacer frente a un evento peligroso, tendencia o perturbación”. Esta dimensión incluye políticas de desarrollo en sectores más vulnerables a los eventos climáticos, una debida planificación territorial del borde costero, y criterios de justicia ambiental debido a que las poblaciones más vulnerables son más propensas a sufrir las consecuencias del cambio climático. En segundo lugar, se encuentra la resiliencia energética, que hace posible que el sistema pueda seguir operando tras un evento climático. Lo anterior requiere contar con un buen plan de preparación para emergencias, acompañado de inversiones estratégicas que puedan acortar el tiempo de recuperación y limitar el impacto de los desastres. Según el Banco Mundial, ejemplos de ello incluye el reforzamiento de la infraestructura energética del país para disminuir las interrupciones del servicio, protección de equipos en zonas de alto riesgo ambiental, mejoras en el plan de recuperación y de respuesta de emergencia de las empresas, modernizar los sistemas de comunicación que se usan durante las situaciones de emergencia, fomento a iniciativas locales autónomas de generación de electricidad, etc. Las sinergias entre ambos tipos de resiliencia son substanciales, por lo que son catalogadas como catalizadoras del crecimiento y de la inclusión. Y pese a que ambos tipos están en el corazón de la política ambiental y energética del país, los recientes eventos demuestran la importancia de que su implementación se efectúe en el corto/mediano plazo. Solo de esta manera, tendremos la calma después de la tempestad.

Marcela Jaime Torres

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