Recuerdo que de pequeña mi madre leía para mí libros de las novelas más divertidas del mundo (eso al menos creía yo), además de cuentos y mucha, mucha poesía. Cuánto reía al ir imaginando las aventuras de los personajes, los problemas del protagonista, incluso los posibles desenlaces de sus relatos. Cada uno de estos momentos de lectura y estudio propiamente tal, iban acompañados de enseñanzas y explicaciones que le daban sentido a las cosas: la importancia del respeto, los hábitos, los modales, la forma de relacionarse con las personas, la expresión de sentimientos, entre tantos otros temas. Nada era porque sí. Siempre era necesaria una conversación diaria acerca de lo vivido en la escuela, el trato hacia los demás, el comportamiento en clases y la manera de desenvolvernos con la vida.
Hoy, adulta y con cierta experiencia en educación, me cuesta ver la realidad así, porque cada vez me es más difícil ver a niños y adolescentes conectados realmente con los valores (de esos que vienen del hogar), conectados con una sociedad basada también en deberes, porque curiosa y repentinamente todo se transformó en un derecho absoluto y gigantesco que lo permite todo, donde es fácil olvidarnos del respeto por el prójimo, de que debo tolerar al que piensa distinto a mí, que a los mayores debo escucharlos y tratar de atender sus lecciones, sus comentarios, sus enseñanzas. Mi pregunta es ¿por qué?, ¿qué sucedió en el camino?, ¿cómo recuperamos tiempos mejores? Es que debemos como adultos permitir todo a nuestros niños, dejar que lo academicista sea lo esencial; rendir, ser exitosos, triunfar, obtener buenas calificaciones, ¿y eso es todo? ¿Y dónde quedaron esas otras cualidades que nos hacen buenísimos también, esas que no tienen que ver con la competitividad, sino más bien con la integralidad?
Y es cuando la familia adquiere una gran y principal responsabilidad, porque es ella quien educa desde el origen, es quien hace de los valores una verdadera forma de vida (o que simplemente no lo hace y vaya las consecuencias). Y aunque suene cliché o repetitivo, un niño, un jovencito, avanza con mayor seguridad cuando hay una familia acompañando, fortaleciendo los lazos de amor, estableciendo reglas, frenando cuando corresponda, enseñando a pedir disculpas, a reconocer errores, a potenciar virtudes, en definitiva a ser una persona que en cada uno de sus actos evidencie su formación, su educación, su fortaleza como ente social, y que lo que ha aprendido en casa sea una luz que ilumine el camino de los demás.
Cuando escribía la columna pensaba en algo que resumiera fielmente mi pensamiento con respecto a la educación familiar, a la educación que debe primar en cada hogar para que quienes están creciendo, nuestros niños y adolescentes, lo hagan de la mejor manera. Muchos autores vinieron a mi cabeza, mas la frase de uno en especial, de un hombre muy importante en la historia de la humanidad, Aristóteles, me atrapó; pues fue él quien en su frase vinculó directamente la educación con los sentimientos. Decía: “educar la mente sin educar el corazón, no es educar”. Qué lección. La repito y la comparto en la totalidad de su expresión.