El estilo de democracia liberal se basa en un concepto en que el país puede desarrollarse y progresar a partir de la condición individual, de la producción personal y que las mejoras pasan por un desarrollo del nivel técnico y de eficiencia estatal. Así, en Chile, los gobiernos deberían conducirnos a altos niveles de desarrollo con todas las libertades y la total autonomía personal. Entonces, los resultados del plebiscito de octubre recién pasado, donde el 78,27% de los electores votó por la opción de cambiar la Carta Fundamental, no solo apuntan a repensar la organización actual sino que, además, brindan una oportunidad de pensar sobre, entre otros temas, la educación que queremos para todos y todas.
Generalmente, cuando se habla de educación, se puede observar una recurrencia a la comparación y a la importación de métodos o tendencias que han probado ser eficientes en otros países. En este contexto es frecuente la aparición de Finlandia, cuyo sistema de educación es considerado de clase mundial, efectivamente avala constitucionalmente el acceso igualitario a un sistema de educación que se precia de ser de gran calidad, equitativo, eficiente, que asegura el bienestar de las personas y que se organiza en torno al concepto de aprendizaje de por vida. Y es que la educación en Finlandia es un fin en sí mismo, un bien preciado pero que se financia entre todos con los impuestos generales de la nación. Esto se ha logrado porque gobernantes y gobernados de ese país tienen claro el concepto de lo que significa la educación: desarrollo humano.
“¡Queremos una educación como la de Finlandia!” han dicho algunos, pero quizás deberíamos comenzar por preguntarnos desde lo más básico: ¿cuál es la educación que necesitamos? ¿cuál es el rol del Estado en la educación?, y en definitiva ¿qué significa que las personas tengan derecho a la educación? Y es aquí donde se trastocan un poco los conceptos, porque en Chile se entiende que tener derecho a la educación es tener un acceso ampliado, pero lo cierto es que nuestra Carta Fundamental transfiere a los padres el derecho preferente de decidir sobre la de educación que quieren para sus hijos. Esto puede sonar justo y respetuoso de los derechos individuales de las personas, pero en la práctica se ha convertido en un foco de inequidad porque una educación de igual calidad, sin discriminación del poder adquisitivo de las familias y enfocado en una estrategia de desarrollo país, ha resultado no estar garantizada. Tener derecho a la educación no solo significa tener la oportunidad de asistir a un establecimiento, sino que la oferta sea de iguales características de excelencia.
La nueva constitución debería corregir el rol subsidiario del Estado en la educación y crear una base jurídica que permita que nuestra educación no pueda ser intervenida por ninguna ideología política imperante. Es urgente un ente regulador que controle, por ejemplo, una oferta de educación superior que se ajuste a las necesidades de profesionales de nuestro país, que promueva la formación en áreas específicas de desarrollo; en definitiva, que se acuñe un concepto de educación que trabaje para nosotros, generando bienestar personal y bien común.
Carmen G. Pérez Riquelme