
Un elemento relevante de la economía chilena es la regla de superávit estructural, una política creada durante el gobierno de Ricardo Lagos, con Nicolás Eyzaguirre en el Ministerio de Hacienda. Consiste en que el gobierno ahorre anualmente un 1% del Producto Interno Bruto, con el propósito de permitir un crecimiento sostenible del gasto público sobre la base de ingresos fiscales de largo plazo, evitando así una deuda pública excesiva. Como reza el dicho, «a gastos permanentes, ingresos permanentes».
Para estos efectos, los ingresos fiscales permanentes se estiman con base en el pronóstico del precio de largo plazo del cobre y del crecimiento económico tendencial. Esto permite planificar una estructura de gastos que cumpla con la meta de superávit. A partir de 2008, debido a la crisis financiera global, los altos precios del cobre y la necesidad de financiar nuevas políticas públicas, la regla se modificó, estableciendo una meta que cada año se recalcula.
Esta herramienta permite acumular una reserva para ayudar a financiar tiempos de dificultades económicas. Por ejemplo, en 2009, ante la crisis financiera global, el gobierno de Michelle Bachelet financió la entrega de transferencias directas o bonos a las familias. Más tarde, durante la pandemia por COVID-19, el gobierno de Sebastián Piñera utilizó esta reserva para financiar una exitosa política de vacunación sin arriesgar la estabilidad económica del país.
La regla de superávit se materializa cada año a través de la Ley de Presupuestos del Sector Público, un proceso que se convierte en un escenario de posturas contrapuestas. El Presidente de la República presenta el proyecto antes del 30 de septiembre, y el Congreso tiene hasta el 30 de noviembre para aprobarlo, una fecha que es recordada por las largas jornadas de trabajo de los parlamentarios.
Por el contrario, un déficit fiscal recurrente puede generar diversos efectos, como la llegada de líderes que favorecen una reducción excesiva del gasto público, perjudicando la calidad de vida de la población. Históricamente y en la actualidad, Sudamérica y el mundo cuentan con algunos ejemplos de esto.
En tiempos de campañas políticas, la disciplina fiscal puede verse amenazada por las promesas de los candidatos y por una dinámica política particular. Mientras la Ley de Presupuestos es redactada por el gobierno saliente, es el gobierno entrante quien la ejecutará. Esto crea un incentivo para que los políticos busquen un presupuesto más abultado, ya sea para asegurar la continuidad de la coalición en el poder o para que la oposición impulse alzas en el gasto público. Esta situación expone la delicada relación entre la política económica, las promesas electorales y la gobernabilidad del país.
Para proteger la disciplina fiscal y la estabilidad social a largo plazo, es necesario que la política procure la eficiencia del gasto público, lo que implica su adecuada priorización y focalización. En período de elecciones, es relevante analizar este aspecto en las propuestas programáticas antes de votar.
Claudio Candia Campano