
La tecnología y el mundo digital avanzan a una velocidad vertiginosa. Hace pocos días, ChatGPT lanzó una nueva versión que se presenta con capacidades insospechadas. Sin embargo, en el otro extremo están los usuarios, personas que, por naturaleza, suelen mostrar resistencia al cambio y, con ella, un temor considerable a la modernización.
Un ejemplo ilustrativo de esta tensión es la reciente Norma de Carácter General N°538 emitida por la Comisión para el Mercado Financiero (CMF). Su objetivo es claro y pertinente: regular y dificultar los ciberataques en la banca, elevando las barreras transaccionales digitales. La medida responde a una realidad evidente. Según IPSOS, el 51% de los encuestados recibe semanalmente comunicaciones fraudulentas o intentos de delito digital: un 19% casi todos los días y un 32% un par de veces por semana. Esto confirma que el phishing y otros fraudes digitales son ya parte del cotidiano vivir.
El problema surge cuando estos cambios digitales, aunque bien intencionados, se convierten en filtros que dividen a quienes poseen las herramientas y habilidades para adaptarse, de quienes no. Los más afectados son las personas con menor nivel educativo y los mayores de 50 años, ambos con baja alfabetización digital. El Ministerio de Hacienda advierte que, si bien el 95% de la población posee al menos una habilidad digital básica, solo el 54% maneja el conjunto completo necesario para desenvolverse con autonomía: desde conectarse a una red wifi hasta utilizar buscadores con funciones avanzadas. Y en usos más complejos —como teletrabajo, educación online o interacción con inteligencia artificial— la cifra cae a un preocupante 14,8%.
Esto lleva a una pregunta necesaria: ¿estábamos preparados para reemplazar la tarjeta de coordenadas física por un medio exclusivamente digital? La respuesta, a la luz de la experiencia, es no. El cambio fue demasiado rápido, sin una estrategia de implementación que acompañara a los usuarios. La transformación digital no es únicamente un asunto técnico; es un cambio cultural que requiere rediseñar la experiencia del cliente, comunicar con claridad y permitir que la adaptación ocurra a un ritmo razonable. Una ley que digitaliza un trámite bancario no puede limitarse a anunciarlo: debe incluir capacitación, apoyo presencial y canales alternativos que no excluyan.
La brecha digital es más que un indicador, es una barrera invisible que genera exclusión generacional, profundiza desigualdades y reduce oportunidades. Cuando un adulto mayor no logra realizar un trámite porque se eliminó la atención presencial, o un trabajador con baja escolaridad queda fuera de un beneficio estatal por requerir un certificado digital avanzado, no se trata de modernización, sino de nuevas barreras.
Las leyes, cuando se implementan sin un cambio cultural paralelo, dejan de ser puentes para convertirse en murallas. La verdadera transformación digital no se mide sólo en sistemas más seguros, sino en cuántos usuarios logran transitar hacia ellos. La invitación es clara: avanzar con decisión contra la delincuencia digital, pero sin olvidar que detrás de cada clic hay una persona que necesita tiempo, confianza y acompañamiento.
Loreto Novoa Capponi