En 1981, la Ley N°3.500 instauró un sistema de capitalización individual. Bajo este modelo, cada trabajador cotiza el 10% de su renta imponible en una cuenta personal gestionada por una Administradora de Fondos de Pensiones (AFP), entidad que invierte los fondos en el mercado financiero buscando maximizar los ahorros previsionales. El sistema permite elegir entre los fondos de inversión A, B, C, D y E, clasificados según su nivel de riesgo y composición de activos. Esta diversidad permite a los afiliados adaptar su inversión a su perfil de riesgo y etapa de la vida en la que se encuentran.
Una de las principales fortalezas del sistema de pensiones chileno es su profesionalización. Las AFP están gestionadas por expertos en inversiones, lo que ha permitido obtener rentabilidades históricas positivas. Según la Superintendencia de Pensiones, entre 2002 y 2023, el Fondo A registró un rendimiento promedio anual del 7,2%, mientras que el Fondo E alcanzó un 3,4%, posicionando al sistema chileno como uno de los más rentables a nivel global.
Sin embargo, las características del mercado laboral chileno afectan negativamente el monto de las cotizaciones. La alta informalidad, bajos salarios y lagunas previsionales dificultan un ahorro previsional suficiente. Esto se agrava en grupos que enfrentan brechas salariales. Para abordar estas limitaciones, en 2008 se implementó un pilar solidario, que entrega una Pensión Básica Solidaria (PBS) a quienes no logran ahorrar lo suficiente o un Aporte Previsional Solidario (APS) que complementa los montos de los jubilados con bajos ahorros.
A pesar de estos avances, persisten desafíos importantes. Por un lado, las administradoras obtienen beneficios a través de comisiones fijas y, por lo tanto, independientes de la rentabilidad obtenida, lo que se puede asociar a inversiones que no siempre prioricen los intereses de los afiliados. Por otro lado, está el cuestionamiento al “financiamiento gratuito” que las AFP reciben de los afiliados ya que, como empresas privadas, reciben cotizaciones obligatorias para financiar sus operaciones sin pagar una rentabilidad directa por esos recursos.
Estos problemas han impactado en las tasas de reemplazo, que reflejan el porcentaje del ultimo salario de un trabajador al jubilarse. Por ejemplo, un trabajador que cotiza durante 25 años con un ingreso mensual promedio de $582.559 (la mediana de ingresos en Chile en 2023, según el INE), y cuyos fondos obtienen una rentabilidad promedio anual del 6%, podría recibir una pensión de aproximadamente $225.000, lo que equivale a sólo el 39% de su ingreso previo, valor por debajo del 60% recomendado por la OCDE para mantener el estándar de vida tras la jubilación.
Como sabemos, hay intentos por modificar el sistema de pensiones chilenos. En función de sus méritos, una refundación parece excesiva. En función de sus debilidades, las modificaciones deben avanzar hacia un sistema más justo. La profundización del pilar solidario y el reconocimiento del financiamiento que obtienen las administradoras por parte de los cotizantes permitirían al sistema avanzar en esa dirección y, también, ganar validación en la población.
Claudio Candia Campano