En múltiples discusiones, foros, congresos o simples conversaciones sobre ciencia y tecnología, se menciona la división de la ciencia en dos grandes áreas que a primera vista parecen contrapuestas: ciencia básica (o ciencia pura) y ciencia aplicada. Esta división corre para los 42 campos de la ciencia y tecnología, organizados en 6 grandes ramas, que se encuentran contenidos en el Manual de Frascati (elaborado por la OECD).
La ciencia básica se encargaría “solo” de generar conocimiento, mientras que la ciencia aplicada tendría como principal objetivo la utilización del conocimiento para resolver situaciones prácticas (conocimiento aplicado). Así, se podría decir que la ciencia aplicada “aterriza” lo que la ciencia básica produce, dando soluciones concretas a las necesidades de las personas y de la sociedad en general.
En ciencia básica los resultados que se podrían obtener son, por lo general, inciertos y a largo plazo. Al contrario, en ciencia aplicada se espera obtener con un alto grado de certeza, una aplicación práctica que derive en un producto o servicio que no existía, o que mejore lo existente en el mediano o corto plazo. Sin embargo, la ciencia aplicada se nutre de la ciencia básica. Más aún, no podría existir sin ella, puesto que el combustible de la ciencia aplicada es el conocimiento obtenido de la ciencia básica. En palabras de B. Houssay, Premio Nobel de Medicina, “no hay ciencia aplicada sin ciencia (básica) que aplicar”.
En una sociedad en que lo aplicado “la lleva”, resulta difícil para la ciencia básica competir en igualdad de condiciones por un espacio en los medios, reconocimiento y recursos financieros.
Algunos creen que a pesar de una evidente desventaja de la ciencia básica respecto a la ciencia aplicada, a la ciencia básica se le otorga una “superioridad” relativa sobre la ciencia aplicada. Según Popper, la prescindencia total de la utilidad de su investigación por parte del científico básico lo dejaría en mejor posición para enfocarse sólo en el valor explicativo de sus hipótesis, lo que no ocurriría si su foco está puesto en la utilidad práctica. Pero esto ha demostrado ser extremadamente difícil de administrar. Si nos enfocamos en las intenciones, surgen problemas para clasificar investigaciones que buscan tanto generar conocimiento como aplicarlo. Además, muchos consideran que las investigaciones, incluso aquellas realizadas en los campos más teóricos, tienen como intención final, algún objetivo práctico.
¿Qué hacemos entonces? ¿Aceptamos las presiones y nos dedicamos solo a resolver lo urgente, sin prestar atención a las ciencias básicas?
El físico y filósofo argentino Mario Bunge explica que “para responder esta pregunta hay que comenzar por escoger el modelo de desarrollo que se quiere impulsar. Si este modelo es el del desarrollo integral – a la vez biológico, económico, cultural y político – incluirá también el desarrollo de la ciencia básica”. El físico francés Serge Haroche lo complementa: “no es posible separar ciencia básica de la aplicada, porque ambas representan las dos caras de una misma moneda”. Haroche está a favor de que se destinen recursos públicos a ciencia básica, porque según él, “las aplicaciones llegarán tarde o temprano”. ¿Estamos dispuestos a esperar?
Carlos Figueroa Moreno