En su discurso, durante la última Cuenta Pública del jueves pasado, la Presidenta Bachelet se refirió a temas relacionados con la Agenda de Género; entre estos mencionó el proyecto de ley del derecho a una vida sin violencia para la mujer, el plan de vacunación de papiloma humano para niñas en edad escolar, la eliminación de la preexistencia del embarazo en isapres, la despenalización del aborto en tres causales y la existencia de cuotas de género en la política y en lo laboral, además del emplazamiento a los privados en referencia a éste último punto. A mi entender, la sola consideración del tema en la cuenta pública anual del gobierno, deja entrever lo distantes que estamos de alcanzar un trato equitativo y digno (en ciertos casos) para las mujeres. Esta triste realidad es observable en la gran mayoría, (sino en todos), los países de latinoamérica. Punto aparte y consideración especial merecen algunos países del oriente, en donde la desigualdad y el maltrato alcanza niveles a veces inimaginables para quienes nacimos de este lado del planeta.
Y es que el tema, lejos de ser una bandera de batalla o slogan feminista, es crucial para alcanzar el tan anhelado desarrollo. Al respecto, el último Informe Panorama Social de América Latina de la Comisión Económica Para América Latina y el Caribe (Cepal, 2016), señala que el descenso de la desigualdad se ha ralentizado durante los últimos años en América Latina y el Caribe, siendo sus niveles actuales desafío fundamental y un obstáculo para el desarrollo sostenible de la región.
“La desigualdad es un fenómeno estructural” consigna el informe, y se manifiesta a través de múltiples circuitos viciosos, entre ellos la desigualdad en el uso del tiempo entre hombres y mujeres, destacándose que ellas ocupan un tercio de su tiempo en trabajo doméstico (no remunerado) lo que sumado al tiempo de trabajo remunerado, les sitúa por sobre los hombres respecto al tiempo dedicado al trabajo, lo que limita su autonomía económica. Si consideramos que existe evidencia empírica suficiente de que el aumento de la participación y de los ingresos laborales de las mujeres tiene efectos significativos en la reducción de la pobreza y en la desigualdad de ingresos, es importante prestar atención y dedicar un poco de tiempo a pensar cómo mejorar la situación.
Según la CEPAL, la principal fuente de ingresos tanto de los hombres como de las mujeres son los sueldos y salarios, que alcanzan al 54% del volumen total de sus ingresos personales. Sin embargo, en América Latina y el Caribe, solamente una de cada dos mujeres en edad de trabajar tiene un empleo o lo busca, al mismo tiempo que ellas perciben en promedio únicamente el 83,9% del salario que reciben sus pares hombres. Lo anterior sumado a la sobrerrepresentación de las mujeres en los quintiles de menores ingresos, y una mayor proporción de mujeres sin ingresos propios (en esos quintiles) redunda en que un conjunto amplio de mujeres enfrenten situaciones de privación e inequidad, lo que permanece como característica distintiva de la desigualdad en todos los países de la región.
En consideración a lo antes señalado, se plantea la necesidad de un nuevo estilo de desarrollo que ponga la igualdad y la sostenibilidad en el centro, siendo de gran relevancia la disminución de los altos niveles de desigualdad que afectan a nuestro país y a los países de América Latina y el Caribe.