
Chile enfrenta un nuevo ciclo político en medio de un contexto global donde la demanda por cobre y litio crece de forma acelerada. Sin embargo, nuestro país sigue atrapado en una paradoja estructural: somos ricos en recursos naturales, pero con regiones que no logran traducir esa riqueza en bienestar y desarrollo sostenible para su población, especialmente en zonas extremas.
La minería representa aproximadamente entre un 10 % y 15 % del PIB nacional y contribuye con más del 55 % de las exportaciones del país, concentradas en pocas regiones del norte (Banco Mundial, 2025). En Antofagasta, por ejemplo, el sector minero representa alrededor del 60% del producto regional y gran parte de los ingresos municipales proviene de patentes y transferencias ligadas a esta actividad (OCDE, 2023). Sin embargo, fuera de las zonas de extracción, la realidad es otra: infraestructura deficiente, baja diversificación productiva y escasa capacidad técnica en los gobiernos locales para administrar los recursos derivados de la minería.
Este fenómeno refleja un patrón conocido: cuando las economías locales se especializan excesivamente en un solo recurso, pierden resiliencia frente a los ciclos de precios y se debilitan sus instituciones. En Chile, la reciente implementación del royalty minero es un avance, pero sigue pendiente definir cómo esos recursos fortalecerán las capacidades municipales y regionales, más allá de compensar externalidades. El nuevo gobierno tiene la oportunidad de impulsar una agenda de desarrollo territorial vinculada a la minería que no se limite a recaudar más, sino a transformar la renta minera en capacidades locales. Esto requiere al menos tres acciones concretas, ampliamente reconocidas por la academia (OCDE, 2025).
Primero, establecer un fondo especial de desarrollo minero regional, con reglas claras de inversión en infraestructura, educación y diversificación económica, para que las comunas mineras no dependan excesivamente de los ciclos de precios de los metales ni de potenciales conflictos internacionales. Segundo, fortalecer la gestión técnica de los municipios, especialmente en regiones extremas y con baja capacidad institucional, mediante asistencia profesional, capacitación y planificación basada en evidencia. Sin capacidad local, la descentralización es solo una promesa vacía. Tercero, avanzar hacia una gobernanza participativa y transparente, donde los actores regionales, universidades, comunidades y gobiernos locales, definan en conjunto el uso de los recursos y la orientación del desarrollo.
Aunque Ñuble no sea una región minera, la lección es clara: las brechas territoriales se agravan cuando la planificación depende del centro. Si aspiramos a un país más equitativo, debemos mirar el desarrollo regional con la misma seriedad con que se discuten los grandes temas macroeconómicos.
Chile no puede limitarse a perfeccionar su rol como exportador de recursos. El verdadero desafío consiste en construir una economía territorialmente equilibrada, donde la extracción de minerales se traduzca en bienestar, innovación y cohesión social. Transformar la renta minera en desarrollo duradero exige planificación estratégica, capacidades institucionales sólidas y, sobre todo, una voluntad política sostenida que trascienda los ciclos de gobierno.
Mauricio Oyarzo Aguilar



